domingo, 24 de junio de 2007

El amarillo me aturde

CCH 229


Respiro hondo. El amarillo me aturde, son estas paredes de granito presumido y sangre escondida. Solo, me enfrento a un largo pasillo, pista de aterrizaje del primer contacto. Me enfrento al desdén de un ascensor deprimido, colérico andén de batas y camillas. En la que quisiera ser la noche más fiel del mundo, me enfrento a mi vejez, a mi miedo de ceder.

Aquellos necios creadores que vacilan entre metáforas, omóplatos y pantomimas. Aquellos que se inventan analogías de sudor y piel para vender sus historias de metal. Pues bien, este relato lo escribo entre la parada de un vendaval, seis luces apagadas y una bolsa de orina.

No sabía qué esperar al caminar hacia la cama doscientos veintinueve.

Ya instalado, yo, no él, un cuerpo ávido, cálido, postrado a mi lado, que de cuando en cuando recuerda soñar. Esta es mi sangre, mi pariente de álbumes fotográficos, aquél honesto lampiño al que yo le lloraba. Ahora, intento no huir. Ni cerrar los ojos. Ni moverme. Ni sonreír.

Vayamos por partes. Esta no es una historia, cuento o espejo. Es quizá, el inicio de una aventura cotidiana. Acaso sea el cruel camino de un terco intestino. Sé que es el rugir de una garganta invadida. De algo no estoy seguro: ¿es él mi ___, acostado a mi lado, con su mirada de consciencia fija en el techo?. Percibo cómo quiere atravesar esta prisión verdeazul. Dudo que sea la broma de mi estómago hambriento, picándome el orgullo de una cafetería de hospital a destiempo cerrada.

Por fin ha cerrado los ojos para dormir, sin metáfora incluida.

Con mis dudosos dedos danzantes, escucho el tenso silencio, el monótono siseo del aliento acondicionado que mueve mi cortina. Siento la carga de la imaginación abolida de los otros cinco usuarios, soñando que rompen sus cadenas de sondas intravenosas. Penetra la barrera perfumada unos susurros antropomorfos, una mujer y un hombre y un usuario y una cama. Escucho el tenso silencio, ya lo dije -¿lo dije?, no recuerdo-, de mis pestañas al chocar.

Ah, un bostezo. Los ronquidos se confunden con las estrellas, los susurros han cesado ya. Creo que este ejército de pisadas de salvación platica de la madrugada. Un desconocido en una silla de jardín juega con el velcro de su cansancio y la conversación de las ruedas de cama parece ineludible.

Entonces, la batalla de sentidos inicia con un gemido. Su afilado carraspeo corta este mudo ruido, prefacio metabólico del avance. Se lleva la mano a la boca, acto reflejo de la servilleta y comienza a expulsar el interior de su estómago a través de su nariz, vía estómago-sonda-bolsa, sin escalas. Siento los mareos, el sobresalto que me repele. Él sólo cierra los ojos, y se concentra. El temido ronquido y mi anhelo de sordera, al pasar por esto no pocas veces durante la noche. Él sólo cierra los ojos, esperando con dignidad.


Hacia el amanecer, mis manos huelen a sangre. No me malentiendan, soy bueno y sólo sería capaz de hacerle daño a esta mosca golosa de luz que pasea cínica. Mis manos huelen a sangre porque han sido el refugio temporal de un corazón de plástico, fría herencia de un momento de protocolo de nuestra enfermera. Ahí me tienen, incubando una inquieta nube de plasma. Debo confesar que miro con cierto orgullo mientras la cuelgan. Mientras baja temerosa y divertida por aquel tobogán capilar. Él la sigue con la mirada. Hasta perderse en su brazo.

Ahora, él está dormido. Su respiración adormece mis dedos embriagados. Restan seis horas para el cambio de turno, una hora para que la batería se agote. Debo estar pendiente de dónde piso. El aliento sigue encendido, el goteo de alimento sigue su curso. Mi lengua nada en saliva cuando su sonda gastrointestinal se activa. Esta no es una historia, cuento o momento.

Esto es un pasatiempo.

19 de Junio de 2006

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