lunes, 24 de marzo de 2008

Caja de Luz | Jerónimo Arteaga-Silva











Hablar de la fotografía testimonial en México es reconocer el legado de grandes maestros como Manuel Álvarez Bravo y Héctor García, seguido por contemporáneos como Francisco Mata Rosas, Daniel Aguilar y Adrián Mealand. Como una muestra del poder icónico de la fotografía de retrato documental, presentamos "Vivir en el Desierto", de Jerónimo Arteaga-Silva, serie que recientemente fue expuesta en China junto con el trabajo de otros 44 fotógrafos mexicanos más. Menciona Arteaga-Silva, en la acotación para su serie: "las primeras imágenes fueron realizadas en el año 1998 como parte de un pequeño reportaje sobre las condiciones de pobreza extrema que encontré en algunas regiones del estado de San Luis Potosí, en la región ubicada en el Valle del Salado".

Vivir en el Desierto es una serie de imágenes que se destacan por su sutil impacto compositivo,

imágenes ricas en texturas y un eficaz uso de la corrección selectiva de las luces para realzar los motivos de las piezas de Arteaga. Según su propio autor, "no es un trabajo de denuncia, sí un trabajo testimonial y también como un ejercicio de reflexión". Continúa: "no me interesa el maniqueismo, ni todos mis retratados son infelices ni todos estan jodidos, algunos viven, algunos sobreviven, no estoy interesado en definir con mis imágenes los terminos del bien-estar, no es mi papel (creo ni el de nadie) hacer eso. Cuando la gente a la que retrato me pregunta que para que quiero las fotos respondo que es para llevarlas con otra gente diferente y mostrarselas, les digo que su vida y la forma como la viven son interesantes para otras personas en otra parte del mundo. Lo que intento básicamente es reconocerme en el otro". La serie completa puede consultarse en www.zonezero.com/exposiciones/fotografos/arteaga/indexsp.html

La ciudad de la luz azul

Hoy soñé que la ciudad se inundaba. No sólo eso. Por algún capricho onírico, la ciudad se inundaba y quedaba bajo el agua. Cubierta por una cantidad obscena de agua. No sólo eso. Bajo alguna incoherencia fantástica, podíamos respirar y caminar (aunque con cierta dificultad) bajo el agua. La regla física que se manejaba como explicativa era que se había creado un vacío, como si la esperanza fuera un cuenco de vidrio y la ciudad una servilleta arrugada. Pues bien, el resultado de la Gran Inundación era un pueblo sucio, unos caminillos de calles cubiertas por una sola y gran luz azulosa, pesada como el lodo en nuestras ropas. La ciudad tenía ese único olor a moho, a agua pudriéndose en sus propios charcos. Podías sentir el sabor del papel negro mientras caminabas por tu casa vuelta del revés.

Pues bien, yo tenía que regresar allí abajo, a la ciudad azul. Me acerqué con un amigo al borde del río, donde unos sistemas de poleas estratégicamente colocados -algunos gubernamentales y otros civiles- te bajaban y subían con toda seguridad al cadáver de la ciudad. Era extraño lo primitivos que eran. Mi misión era regresar, a ayudar a mi familia que se había quedado limpiando y rescatando lo último importante/impermeable de nuestra vida objeto. El camino no era difícil, sólo caías por encima de la calle.

Entrabamos por la misma puerta por la que en la vida real salimos por última vez. Ahí estaba mi madre, mi padre levantando escombros, revisando objetos, con una bolsa de plástico a la mano. Algo nos decía que si bien las cosas ya estaban tranquilas, el sentido de indeterminabilidad nos presumía su terca amenaza. Todo estaba en la semioscuridad, solo esa luz azulosa que se escabullía en todos los rincones, a través de este aire que no es aire. Me iba enterando que, vándalos o no, había gente -padres de familia- que pintaba las paredes, encima de los mensajes gubernamentales de apoyo, y les pagaban por eso. Eran tiempos difíciles.

Un gobernante hacía un pequeño recorrido por las calles enlodadas, con un séquito de tres personas. Un temeroso vecino encendía un foco que se convertía en la luz de toda una cuadra. El foco despertaba, aletargado, pero otros no sobrevivían. En la casa, algunos nos saludaron y sonrieron con esa delgada sonrisa amarilla.

Mi amigo empezaba con una retahila sofista de razones por las cuáles no debería regresar a la superficie. Las razones por las cuáles debería de quedarse ahí en la cocina (o el cuarto con tablas de cerámica), hasta que el aire cambiara de materia. Las razones por las cuáles debería de morir ahogado en mi cocina. Yo sólo alcanzaba a decir -"¿es que acaso no te das cuenta los problemas en que nos metes a mí y a mi familia si tu cuerpo se queda aquí? ¿tan egoísta eres?". Aterrado, salía al patio y veía a mi abuela sentada en una silla. Ella me decía que estaba lista para regresar a la superficie, se levantaba pero se daba cuenta que, por el contrario, se sentía demasiado adolorida para realizar el viaje de nuevo y se sentaba en su mecedora sin cojín. Yo le comentaba de mi amigo suicida y ella eventualmente regresaba al interior de la casa.

Y llegó la tormenta. El cielo (más alto que de lo normal) se oscureció de golpe y, dentro de las reglas físicas de mi sueño, algunos rayos, muchos rayos, un enjambre eléctrico de vísceras de nubes, volaban juguetonamente. La gente contemplaba asombrada. Yo contemplaba asombrado. Y como después de la herida, viene el líquido, llegó la lluvia.

Yo en el patio, salía a la calle con las gotas de agua lamiéndome la cara. No dejaba de ver al cielo. Bajé la vista y veía a todos mis vecinos en la calle, recibiendo a su vez estas gotas de agua. Era la segunda vez en mi vida que había visto a tanta gente en la calle, bajo la lluvia. Era la primera vez que había visto a tanta gente en la calle, bajo la lluvia, sin importarle mojarse. Dentro de mí, sabía que esta lluvia era mala, que era un aviso contranatura de que era el momento perfecto para escapar de ahí, como si el cielo de agua se volviera sobre sí mismo. Incluso le pregunté a mi madre si ya no estábamos bajo el agua, teniendo un "vámonos ya" como respuesta, ellos estaban saliendo ya de mi casa. Mi familia, me refiero. Como es costumbre, me pedían que regresara por la vídeo (y algún otro ocio electrónico sin importancia, que no recuerdo).

La gente, en un segundo éxodo, caminaba con sus bolsas de ropa en la espalda. Mi familia se alejaba por la calle, con unas bolsas de compra. Los gobernantes regresaban a la superficie en su polea mecanizada, con soporte lumbar y recubiertas totalmente de cuero de idem (esto último no lo soñé, pero creo que funciona). Yo regresaba a la casa, que seguía oliendo a paredes podridas y papel negro, la vídeo no la encontraba, y en su lugar tomaba unos billetes del mueble de la tele. Al salir, me encontraba con mis dos gatos blancos, a los cuales, tristemente, tuve que dejar ahí.

(24 de marzo, 08)

miércoles, 19 de marzo de 2008

La estupidez

La estupidez es hacer las cosas una y otra vez de la misma manera, esperando resultados diferentes. (No es por nada en particular, sólo me gusta mucho la frase)